Hace veinte inviernos, en una noche nevada en el centro de Kabul, Michael Shaikh aguardaba frente a la casa de su amigo Tamim. La residencia de dos pisos, protegida por un muro de tres metros que separaba el caos de la calle pública de la tranquilidad del hogar, funcionaba como un oasis intencional en medio de una ciudad sacudida por la violencia. Dentro, mientras los invitados mezclaban cócteles y vino, se gestaba algo más que una simple reunión social; se trataba de la comida como un acto de paz momentánea, una llave maestra capaz de desarmar tanto al anfitrión como al invitado y de hacer que hablar de la tragedia fuera un poco menos doloroso.
La recuperación de la memoria culinaria
En aquella cena, el protagonismo se lo llevó un plato desconocido para Michael: un estofado dorado de garbanzos con yogur agrio llamado saland-e nakhod. Tamim explicó que era un platillo que muchas familias afganas habían olvidado, evidenciando cómo la guerra puede diezmar culturas alimentarias y borrar recetas. Seguir cocinando y comiendo estos platos se convierte, entonces, en un pequeño pero crucial acto de restauración y resistencia culinaria. Existe un viejo dicho afgano que reza que la generosidad de un hombre se puede medir por el largo de su mantel, y en este contexto, el estofado es parte de ese glorioso panteón de legumbres especiadas.
La clave de este guiso, y de muchos otros en la categoría de los qurmas, radica en la paciencia. Como señala Zarghuna S. Adel en sus escritos sobre cocina afgana, un estofado bien terminado no tiene líquido extra; se espesa mediante una salsa de cebolla que se forma una vez que el agua se evapora. Este punto es crucial: cocinar el líquido hasta que casi desaparezca y las cebollas se transformen en la salsa cambia por completo la textura y el sabor del plato. Además, el secreto compartido de rallar mucho más ajo en el yogur de lo que uno pensaría necesario es lo que termina de definir su carácter.
El clásico estofado de lentejas para combatir el frío
Esta filosofía de la cocina lenta y reconfortante no es exclusiva de Afganistán. En la tradición occidental, el estofado de lentejas cumple una función similar, siendo un plato perfecto para combatir el frío de la temporada invernal, aunque por regla general se consume durante todo el año. Este guiso, cocinado con una base de verduras y legumbres, destaca tanto por sus cualidades gastronómicas como por su perfil nutricional, ofreciendo un aporte significativo de proteínas vegetales y animales que lo convierten en una opción sumamente energética.
Para preparar esta versión tradicional, el proceso comienza poniendo en remojo unos 250 gramos de lentejas durante media hora. Mientras tanto, la preparación requiere picar media cebolla, un diente de ajo y dos zanahorias, además de pelar dos patatas y partirlas en trozos. La base de sabor se construye con un sofrito: en un poco de aceite de oliva se fríen un chorizo y unos 50 gramos de tocino cortados. Una vez que sueltan su grasa, se retiran para sofreír en ese mismo aceite el ajo, la zanahoria y la cebolla, añadiendo posteriormente un tomate pelado y rallado.
Técnica y adaptación nutricional
La magia ocurre en la olla, donde se combinan las lentejas, una hoja de laurel, una pizca de pimentón dulce, sal al gusto y agua suficiente para cubrir todos los ingredientes, reincorporando los embutidos y las verduras. Se deja cocer todo unos 40 minutos o hasta que las lentejas estén tiernas. Un truco para elevar el perfil de sabor es añadir un vasito de vino al estofado, dándole un toque diferente y sofisticado.
Sin embargo, hay que tener en cuenta que, si bien es un plato rico en fibra e idóneo para el estreñimiento, su contenido graso es importante. Para aquellas personas a quienes las legumbres les resultan pesadas o de difícil digestión, se aconseja eliminar el chorizo y la morcilla para reducir el aporte calórico. Asimismo, suprimir el pimentón y añadir hierbas digestivas durante el cocinado, como hinojo o comino, puede hacer el plato mucho más ligero.
La mesa como punto de encuentro
Al final del día, ya sea un guiso de garbanzos en Kabul o unas lentejas caseras, la comida reconfortante tiene el poder de conectarnos. Michael reflexionaba recientemente que uno llega a conocer mejor a alguien cuando come y bebe con esa persona. Esta idea resuena con fuerza al compartir una mesa en un restaurante afgano en Brooklyn, donde el cordero se deshace y el arroz brilla por la grasa, sintiéndose uno como invitado en un hogar ajeno. Nos reunimos, a kilómetros de nuestras casas, porque apreciamos esa paz momentánea que ofrece la mesa, las lecciones que aprendemos de nuestros anfitriones y el valor de demorarnos en la sobremesa, disfrutando simplemente de la compañía y el sabor.




